08 octubre 2019
La desconocida aventura de Don Quijote

Líbreme el sabio historiador arábigo Cide Hamete Benengeli de haber extraviado esta aventura de las otras que a don Quijote le sucedieran, con gran desazón por parte de mi persona por no tenerla en cuenta al escribir su historia en las dos partes ya publicadas. Y es que, al descuido que tuve al no encontrarla entre los muchos cartapacios de esta grande como verdadera historia, se une que, al ser pequeña y no encontrándose en ninguna de las salidas que don Quijote hiciera, ni siquiera la leí, pecador de mí, por la ganas que tenía de conocer la continuación de la estupenda batalla del vizcaíno, la cual se puede leer en la primera parte de las aventuras del caballero Manchego.

Resuelto ya mi error, sólo me queda hacerles saber que, sin lugar a ninguna duda, esta desconocida y primera aventura de don Quijote de la Mancha no es más que una primera visión de la locura que de él se adueñó, haciéndola en efecto poco antes de su primera salida. También quisiera hacerles llegar que, al no haberse aún puesto el sobrenombre de don Quijote, y que llamándose Quijano o Quesada, que de esto aún no hay autor que lo sentencie, no se debería en justicia llamarle con el sobrenombre antes citado, por no estar aún en sus pensamientos. Basta que se le cite con el nombre de Quijano sin más, pues harto veces se le llamará Quijote en los capítulos ya referidos y publicados. Hecha ya toda preparación de este cuento, no queda sino decir que de él no se sale punto ni coma del que escribiera el sabio Cide Hamete Benengeli, y que él mismo la empieza del modo que sigue a continuación.

En un día caluroso de julio, y mientras el rubicundo Apolo mostraba sus rayos dañinos, se encontraba el señor Quijano leyendo con tanta afición y gusto, que pareciera estar dándose un baño de aguas tranquilas y no batallando contra los gigantes Micornios, como le suele ocurrir a los caballeros andantes. Y era verdad que estaba leyendo ese libro, que no es otro que Las aventuras de Giliflante el Blanco, quien cercenó ambos brazos del gigante Moriconio, al insultar al caballero por decirle que no tenía las agallas de dejarle manco. Pero el señor Quijano apartaba la mirada de ese libro para seguir leyendo otro distinto, y éste era el de Amadís de Gaula, e intentaba desentrañar las intrincadas frases que en él se cuentan, y que, en opinión del propio señor Quijano, no son tan gallardas ni tan famosas como lo serán las que de él se habrán de contar, pues desde hace un tiempo viene lucubrando e imaginando que debería hacerse caballero andante, y deshacer entuertos y matar gigantes y ganar fama y gloria e ínsulas, como le suele acontecer a los caballeros andantes, tal y como había leído en sus libros, que para él eran toda sabiduría, y las tenía por cosas verdaderas en todo punto. Pero antes de que llegara ese gran momento, había resuelto releer algunos de sus preciados libros, imaginándose que era él mismo quien realizaba los hechos que en ellos se narran. Y así se imaginó que era don Ballestis el Bueno, quien, de una sola estocada mató a tres gigantes que habían invadido su reino; o aquel caballero llamado Lisistiano, que derrotó en justa batalla al mago Rocaedro, en una de sus muchas correrías por su reino. También le gustaban las aventuras del señor Matadragones, cuya famosa batalla con el dragón Lengua de fuego era una de sus favoritas.

En resumen, que todo lo que iba leyendo se lo iba imaginado en tal punto que creía que esas mismas cosas estaban allí mismo con él, y que era un privilegiado por verlas y sentirlas en primera persona, pues, como ya se ha dicho, para él no existían cuentos más ciertos ni más grandiosos que estos. Pues bien, estando en esto el señor Quijano, dando mamporros, matando gigantes y deshaciendo entuertos, le vino a sus oídos una algarabía de proporciones gigantescas que parecían provenir del piso de abajo del que él se encontraba. En ese momento estaba leyendo la famosa batalla de Lucernos, donde veinte gigantes, o treinta, invadían el reino del famoso caballero Tirante el Blanco, y a cada golpe que sentía bajo sus pies, era como si uno de aquellos gigantes le soltara un mandoble a traición. Y soltando improperios varios, decía en voz alta: -“¡Vosotros, gigantes de pacotilla, traidores, resolvéis golpearme por la espalda porque sabéis que por delante no podéis. Porque si lo hicierais, con mis propias manos os arrancaría vuestras pesadas cabezas del cuerpo que os sostiene, y de buena gana lo haría si os acercarais un poco más de donde yo estoy. Que yo soy el gran Tirante el Blanco, soñador de damas, matador de dragones, cercenador de gigantes, y si os pusierais a tiro, veríais mi puntería en vuestros propios ojos.!”

Así decía, y otras muchas cosas más que ahora no vienen al caso, puesto que, al darse cuenta de dónde provenía los continuos golpes que sentía en el suelo de su estancia, quiso saber más sobre el asunto, y bajó las escaleras poco a poco, muy serio, con el semblante contrahecho y las cejas arrugadas. Los ruidos eran cada vez mayores y las voces se alzaban altas y enérgicas. Cuando el señor Quijano llegó a donde se encontraba el tumulto pudo observar a un hombre alto, de cabellos largos y negros, y que tenía un parche en el ojo izquierdo. Justo enfrente se encontraba una mujer delgada, fina y pequeña, y que no paraba de pedir socorro. Al ver tamaño entuerto el señor Quijano, y al tener todavía en mente la batalla con el gigante, imaginó que aquel hombre lo era de verdad, y que la mujer no era otra que la bella Gursinda, del noble reino del Trampolín, y acercándose unos pasos hacia el que creía gigante, le habló de esta manera.

-“Tú, gigante Malcarado, aléjate de esta dama, que si no lo hicierais conmigo te has de batir en singular batalla. Y mira bien lo que vas a hacer, que yo soy el gran Palmerín de Inglaterra, señor de cuatro reinos y dos ínsulas, cuya fama me precede allá donde vaya, y que si es preciso te he de derrotar aquí mismo con mis propias manos.”

Y al decir esto, el que creía gigante, que no era sino un fornido bandido que había resuelto robar en aquella casa, le miró de hito en hito y, sonriéndole muy descaradamente, le dijo: -“Si todo lo que deceis fuera verdad, que me muera aquí mesmo, y aún digo más: que mis enemigos aparezcan por esa misma puerta por la que he en entrado no hace ni diez minutos.”

A lo que el señor Quijano respondió: -“No me toméis por un loco, bellaco, que todo lo que habéis oído es pura verdad. Y para que no se tenga por todo punto mentira lo que aquí se ha de hacer, he resuelto mataros de un mandoble.”

Y mientras decía esto, cogió un atizador que había por allí, lo levantó por encima de su cabeza, y tomando carrerilla, empezó a correr hacia el bandido con tanta energía y coraje que aquel hombre bien debió pensar que se le acercaba un caballo de pura sangre. Y estando en esto el señor Quijano y el bandido, la mujer, que no era otra que su sobrina, al recuperar el aliento de verse atacada por aquel que el señor Quijano creía gigante, cogió una sartén que por allí estaba, y tomándolo con gran fuerza le dio al bandido tal golpe que lo dejó seco allí mismo, de pié, mirando fijamente a los ojos del señor Quijano, mientras que éste le golpeaba con el atizador en toda su cocorota. El gigante cayó al suelo con un gran estruendo. El señor Quijano, al ver su victoria consumada, alzó la cabeza y dijo:

-“¡Oh, tú gran encantador que me has permitido ganar esta batalla, os doy gracias por ella. Quisiera rendiros mi inmensa gratitud de tu siervo que es el gran Palmerín de Inglaterra!”

Luego, al percatarse de la dama, le habló de esta manera:

-“Bella dama, me presento a vos con el arma aún caliente de la batalla, y os confieso que esta es sin duda la mayor de mis batallas, pues el gigante no era otro que el fiero Malcarado, hermano de Moriconio, invasor de reinos. Permítame escoltarla hasta donde se encuentren sus súbditos.”

Y así, con las siguientes palabras, termina Cide Hamete Benengeli esta aventura:

La dama, que no era otra que su sobrina, al ver a su pobre tío diciendo tales cosas que no eran de su buen juicio, lo cogió por la cintura y lo llevó hasta su camastro, donde se quedó dormido pensando en la batalla ganada.